sábado, 11 de junio de 2016

Historias del Romanticismo (I): El soldado encantado


Cuenta la leyenda que pulula por las calles de Granada un soldado cristiano encantado, presa de un hechizo que arrojó sobre él un alfaquí que lo hizo prisionero... 

Pero en realidad, esta historia empieza en Salamanca allá por el siglo XVIII. Vicente, un joven y alegre estudiante que vivía en la ciudad castellana, y se pagaba los estudios cantando y tocando la guitarra en la tuna universitaria, decidió viajar a Granada un verano, con la intención de conocer nuevas gentes y divertirse en un lugar diferente. Un día antes de partir hacia el sur, pasó junto a una cruz de piedra delante del seminario de San Cipriano, y quiso dedicarle una plegaria al santo para que lo protegiera durante el viaje. Al pie de la cruz, vio un objeto que relucía y, curioso, lo recogió del suelo: resultó ser un anillo con el emblema del rey Salomón; considerándolo un obsequio del santo, lo recogió y se lo puso en el dedo.

Vicente llegó a la ciudad andaluza en las vísperas del verano. Una calurosa tarde, cuando se encontraba cantando junto a una fuente, vio pasar a una joven de gran belleza que iba acompañada de un sacerdote. Tratando de captar su atención, le cantó e intentó entablar conversación con la chica, recibiendo como respuesta tan sólo tímidas y fugaces miradas. Más tarde supo que el religioso, conocido por su afición a la comida, era uno de los clérigos más influyentes de la ciudad, y que la chica que caminaba junto a él era su sobrina, con la que vivía.

Durante los días siguientes, Vicente se dedicó a merodear por el domicilio de la pareja, con la esperanza de volver a ver a la joven, de la que se había enamorado. Poco a poco, el tuno logró ganarse la confianza del sacerdote, y de vez en cuando charlaban amistosamente durante un rato.

Así discurrió el mes de junio. Llegó la noche de San Juan, y Vicente salió a disfrutar del crepitar de las hogueras y el jolgorio popular. Al pasar junto al río Darro, se topó con un hombre de extrañas vestimentas que se le quedó mirando fijamente; nadie parecía reparar en la presencia del misterioso personaje salvo él.

Con cierto temor, se acercó al individuo y, tímidamente, le preguntó si podía hacer algo por él. La respuesta que recibió lo dejó completamente perplejo: se presentó como un soldado de la guardia de los Reyes Católicos, que, en una incursión musulmana tras la toma de Granada, cayó prisionero de un alfaquí, que le condenó a custodiar hasta su regreso el tesoro que Boabdil había escondido antes de irse de la ciudad. Pero su captor nunca regresó, y el soldado quedó atrapado en la torre en la que se guardaban los valiosos bienes. El encantamiento que había caído sobre él tan sólo le permitía salir de su cárcel una vez cada cien años, en el día de la víspera del día de San Juan, para continuar su guardia en el puente del río Darro durante tres días. Durante esas 72 horas, el soldado tendría la oportunidad de encontrar a alguien que pudiera deshacer el hechizo. Vicente había sido la primera persona con la que había logrado hablar, tras los dos intentos anteriores fallidos.

El militar pidió entonces al muchacho que lo acompañara hasta el sitio donde custodiaba el tesoro, y le señaló el cofre que guardaba las riquezas, prometiéndole compartir con él la mitad si le ayudaba con su cometido. Necesitarían a un hombre verdaderamente santo que, tras haber ayunado durante 24 horas, fuera capaz de romper el encantamiento; éste debía de ir acompañado de una doncella que tocara el cofre con el sello de Salomón para poder abrirlo.

Vicente se acordó de la particular pareja que había conocido semanas atrás. Inmediatamente, corrió al domicilio del sacerdote y le contó la historia; sorprendentemente, éste dio crédito a sus palabras y, atraído por los exóticos tesoros que le estarían esperando, accedió al desencantamiento, pese a que la idea de pasar todo un día sin probar los manjares que su sobrina le preparaba no le resultaba agradable.

A la noche siguiente, los tres acudieron al lugar donde se encontraba el soldado. El cura, bastante debilitado por la falta de comida, practicó el exorcismo. Llegó después el turno de la muchacha, que con el sello que le había entregado Vicente abrió el cofre, dejando al descubierto infinidad de joyas y objetos preciosos. El tuno y el sacerdote, extasiados ante la visión, comenzaron a llenarse los bolsillos, pero el soldado los interrumpió y les pidió que continuaran vaciando el cofre fuera de la torre.

Todos salieron del lugar excepto el clérigo, que sin poder controlar el ansia, empezó a devorar allí mismo los alimentos que le había preparado su sobrina, y que había llevado consigo para saciar su apetito apenas tuviera oportunidad. 

Más le hubiera valido esperar un poco más... al dar rienda suelta a sus impulsos dentro del lugar encantado, el cofre se volvió a cerrar herméticamente y regresó a su lugar original; acto seguido, el escondite se desvaneció junto con el soldado sin dejar rastro. El cura, la joven y el tuno se vieron de repente fuera de la torre, sin entender muy bien lo que acababa de ocurrir. 

No obstante, no puede decirse que a Vicente no le acompañara la suerte, pues se cuenta en Granada que las monedas que había conseguido guardar en sus bolsillos le bastaron para vivir cómodamente el resto de su vida, y que acabó casándose con la doncella.

También hay quienes aseguran que han visto al soldado encantado haciendo guardia alrededor de una de las torres de la fortaleza de la Alhambra, siendo sólo visible para los portadores de un sello de Salomón...

Liliana Campos Pallarés