Cuenta la leyenda que pulula por las calles de Granada un soldado
cristiano encantado, presa de un hechizo que arrojó sobre él un alfaquí
que lo hizo prisionero...
Pero en realidad, esta
historia empieza en Salamanca allá por el siglo XVIII. Vicente, un joven
y alegre estudiante que vivía en la ciudad castellana, y se pagaba los
estudios cantando y tocando la guitarra en la tuna universitaria,
decidió viajar a Granada un verano, con la intención de conocer nuevas
gentes y divertirse en un lugar diferente. Un día antes de partir hacia
el sur, pasó junto a una cruz de piedra delante del seminario de San
Cipriano, y quiso dedicarle una plegaria al santo para que lo protegiera
durante el viaje. Al pie de la cruz, vio un objeto que relucía y,
curioso, lo recogió del suelo: resultó ser un anillo con el emblema del
rey Salomón; considerándolo un obsequio del santo, lo recogió y se lo
puso en el dedo.
Vicente llegó a la ciudad
andaluza en las vísperas del verano. Una calurosa tarde, cuando se
encontraba cantando junto a una fuente, vio pasar a una joven de gran
belleza que iba acompañada de un sacerdote. Tratando de captar su
atención, le cantó e intentó entablar conversación con la chica,
recibiendo como respuesta tan sólo tímidas y fugaces miradas. Más tarde
supo que el religioso, conocido por su afición a la comida, era uno de
los clérigos más influyentes de la ciudad, y que la chica que caminaba
junto a él era su sobrina, con la que vivía.
Durante
los días siguientes, Vicente se dedicó a merodear por el domicilio de
la pareja, con la esperanza de volver a ver a la joven, de la que se
había enamorado. Poco a poco, el tuno logró ganarse la confianza del
sacerdote, y de vez en cuando charlaban amistosamente durante un rato.
Así
discurrió el mes de junio. Llegó la noche de San Juan, y Vicente salió a
disfrutar del crepitar de las hogueras y el jolgorio popular. Al pasar
junto al río Darro, se topó con un hombre de extrañas vestimentas que se
le quedó mirando fijamente; nadie parecía reparar en la presencia del
misterioso personaje salvo él.
Con cierto
temor, se acercó al individuo y, tímidamente, le preguntó si podía hacer
algo por él. La respuesta que recibió lo dejó completamente perplejo:
se presentó como un soldado de la guardia de los Reyes Católicos, que,
en una incursión musulmana tras la toma de Granada, cayó prisionero de
un alfaquí, que le condenó a custodiar hasta su regreso el tesoro que
Boabdil había escondido antes de irse de la ciudad. Pero su captor nunca
regresó, y el soldado quedó atrapado en la torre en la que se guardaban
los valiosos bienes. El encantamiento que había caído sobre él tan sólo
le permitía salir de su cárcel una vez cada cien años, en el día de la
víspera del día de San Juan, para continuar su guardia en el puente del
río Darro durante tres días. Durante esas 72 horas, el soldado tendría
la oportunidad de encontrar a alguien que pudiera deshacer el hechizo.
Vicente había sido la primera persona con la que había logrado hablar,
tras los dos intentos anteriores fallidos.
El
militar pidió entonces al muchacho que lo acompañara hasta el sitio
donde custodiaba el tesoro, y le señaló el cofre que guardaba las
riquezas, prometiéndole compartir con él la mitad si le ayudaba con su
cometido. Necesitarían a un hombre verdaderamente santo que, tras haber
ayunado durante 24 horas, fuera capaz de romper el encantamiento; éste
debía de ir acompañado de una doncella que tocara el cofre con el sello
de Salomón para poder abrirlo.
Vicente se
acordó de la particular pareja que había conocido semanas atrás.
Inmediatamente, corrió al domicilio del sacerdote y le contó la
historia; sorprendentemente, éste dio crédito a sus palabras y, atraído
por los exóticos tesoros que le estarían esperando, accedió al
desencantamiento, pese a que la idea de pasar todo un día sin probar los
manjares que su sobrina le preparaba no le resultaba agradable.
A
la noche siguiente, los tres acudieron al lugar donde se encontraba el
soldado. El cura, bastante debilitado por la falta de comida, practicó
el exorcismo. Llegó después el turno de la muchacha, que con el sello
que le había entregado Vicente abrió el cofre, dejando al descubierto
infinidad de joyas y objetos preciosos. El tuno y el sacerdote,
extasiados ante la visión, comenzaron a llenarse los bolsillos, pero el
soldado los interrumpió y les pidió que continuaran vaciando el cofre
fuera de la torre.
Todos salieron del lugar
excepto el clérigo, que sin poder controlar el ansia, empezó a devorar
allí mismo los alimentos que le había preparado su sobrina, y que había
llevado consigo para saciar su apetito apenas tuviera oportunidad.
Más
le hubiera valido esperar un poco más... al dar rienda suelta a sus
impulsos dentro del lugar encantado, el cofre se volvió a cerrar
herméticamente y regresó a su lugar original; acto seguido, el escondite
se desvaneció junto con el soldado sin dejar rastro. El cura, la joven y
el tuno se vieron de repente fuera de la torre, sin entender muy bien
lo que acababa de ocurrir.
No obstante, no
puede decirse que a Vicente no le acompañara la suerte, pues se cuenta
en Granada que las monedas que había conseguido guardar en sus bolsillos
le bastaron para vivir cómodamente el resto de su vida, y que acabó
casándose con la doncella.
También hay quienes
aseguran que han visto al soldado encantado haciendo guardia alrededor
de una de las torres de la fortaleza de la Alhambra, siendo sólo visible
para los portadores de un sello de Salomón...
Liliana Campos Pallarés